Nos
habíamos conocido ese mismo día. Nos presentó un amigo en común, el que
había organizado aquella fiesta, para ser más precisos. Había sido una
tarde la mar de interesante, principalmente por su compañía, dado que
los chicos como él no manan de los árboles: un chico rebosante de
conocimientos y sediento de sabiduría, servicial, atento, alegre…
¿Cuántos chicos como él hay en el mundo? Diría que muy pocos, por no
decir que casi ninguno…
En
fin, tras la exquisita velada a su lado y al lado del resto de
acompañantes, me despedí con la mejor de mis sonrisas y me dispuse a
buscar un taxi para regresar a mi humilde casa. Él me alcanzó en el
camino, al parecer también se tenía que ir ya, así que me preguntó si
tenía coche y, ante mi negativa, se ofreció para llevarme, puesto que mi
casa le quedaba de camino a la suya.
Vivíamos
bastante lejos del lugar donde había transcurrido la salida, así que
nos esperaba un largo trayecto, pero bueno, tampoco nos podíamos estar
quejando: es lo que tiene vivir en la ciudad y no en aquel tranquilo y
acogedor pueblo en el que nos encontrábamos ahora mismo…
El
coche no se hallaba muy lejos de donde estábamos, pues lleguemos hasta
donde estaba estacionado en escasos minutos. Su oscuro color, negro como
la noche, le otorgaba el don de pasar desapercibido y los cristales
traseros tintados le daban un toque de intimidad agradable. Me senté en
el asiento del copiloto y me abroché el cinturón de seguridad, él se
puso el suyo y rápidamente arrancó el coche, emprendiendo el rumbo a la
“gran ciudad”.
Íbamos
en completo silencio, yo soy de las que piensan que eso se debe
principalmente a que la radio en funcionamiento, al igual que el
televisor, resta comunicación; pero, me gustaba compartir ese silencio
junto a él y sentir a su lado la velocidad de vértigo a la que estábamos
sometidos. Llevaba una mano en el volante y la otra en la palanca de
cambios y me resultaba fascinante la rapidez con la que cambiaba de una
marcha a otra al ritmo de la canción de Linkin Park que sonaba de fondo…
Las
luces de las farolas que iluminaban la autopista, más que luces
independientes, parecían una hilera interminable de luz. Todo parecía en
calma, sereno, excepto por la música. Volví a mirar a Álex, que es
como se llamaba el chico, y me fijé en su rostro: rebozaba confianza en
sí mismo, sus labios esbozaban una ligera sonrisa serena y su mirada,
perdida en la carretera, parecía apacible. De repente, me miró fijamente
transmitiéndome una duda, mas no se atrevió a decir nada ni yo tampoco a
preguntarle.
Al
cabo de un rato me volvió a mirar con una mirada más segura, una mirada
que te decía que era lo que no se había atrevido a decirte, una mirada
profunda que no solo te hablaba, sino que también te desnudaba… Nunca
había sentido una mirada así, probablemente se debía a que aún era
virgen y la única relación de pareja que había experimentado solo había
durado un mes, dado que resultemos ser muy poco compatibles, por no
decir completamente incompatibles… Su mirada recorrió todo mi cuerpo,
haciéndome temer por mi vida, pues ni había disminuido la velocidad ni
miraba la carretera; pero, al mismo tiempo, me gustaba… mucho… tal vez
demasiado, pues me atrevería a decir que hasta me excitaba… Abrió la
boca como para decir algo, pero solo dio un leve suspiro y volvió a
mirar atentamente a la carretera…
Tras
un largo e incómodo transcurso de quince minutos de duración, volvimos a
quedar en completo silencio y, esta vez, absoluto, ya que en algún
momento dado apagó la radio… Me vi forzada a interrumpir ese atronador
silencio y la incomodidad que se respiraba en el ambiente, pues el
desvío para ir hacia mi casa estaba en la próxima salida y tenía que
decírselo… Disminuyó de velocidad velozmente, pero con un control
admirable, que supongo que formaba parte de su seguridad al volante, y
giró en el siguiente desvío a mano, tal y como yo le había indicado,
para después de unas cuantas indicaciones más, encontrarnos con el coche
estacionado frente a la puerta de mi casa. Bajé del vehículo y el chico
me acompañó hasta la puerta de mi casa. Le invité a pasar dentro a
tomarse un té caliente y, aunque en un primer momento se negó, al final
decidió entrar.
Hablamos
largo y tendido hasta las tres de la madrugada de todo tema de
conversación imaginable: desde algo tan simple como lo es el viento,
hasta las construcciones greco-románicas. Al llegar esa hora decidió que
era demasiado tarde para estar molestándome con su presencia y sus,
según él, “aburridos” temas de conversación a esas horas de la noche.
¡Qué equivocado estaba! En fin, le acompañé a la puerta para despedirnos
y, justo en el momento en el que se disponía a cerrar la puerta, me
abalancé sobre él y le besé. No hubo ningún rechazo ni respuesta
negativa a mis actos, es más, entró conmigo agarrada a su cintura y
cerró tras de sí la puerta.
Nos
precipitemos sobre el sofá de la entrada sin pensarlo siquiera dos
veces. La ropa voló por los aires y cayó esparcida por todas partes:
parecía una tienda de ropa en época de rebajas… Nos quedamos en ropa
interior mirándonos en silencio, sobraban las palabras: nuestras miradas
lo decían todo. Él estaba encima y me miraba con cara de alucinación,
como si no se esperase nada de lo que había ocurrido; pero, cuando
parecía que se le habían aclarado ya las ideas, comenzó a bajar
lentamente… Con cara de picardía, hizo una leve parada para morderme un
pezón a través del sujetador y luego continuó bajando hasta llegar a la
altura de mi clítoris. Se detuvo ahí y con delicadeza me tomó por la
cintura y la elevó formando un ángulo de noventa grados con los brazos.
Me miró y me dijo “¿Sabías que me encanta la fruta? Sobre todo el
melocotón”. Le observé extasiada mientras veía como él lamía,
mordisqueaba y succionaba en mis partes íntimas, que aún conservaban la
tanga puesta, aunque, sinceramente, dudo que siguiera ahí mucho más
tiempo, dado que una mano se acaba de colar por debajo…
El
tanga voló por los aires, pero él ni se inmutó, ni dejó que le prestase
demasiada atención a ese ínfimo detalle, más bien se concentró en que
me centrase en lo que me estaba haciendo… No sé cuánto tiempo estuvo
así, solo sé que sentía espasmos y pequeñas convulsiones por todo el
cuerpo y que luego llegó mi primer orgasmo… Lloré y lloré sin parar de
la satisfacción que me estaba produciendo, hasta que él intentó
abandonar el sofá, le detuve rápidamente y le dije, bueno, más bien le
imploré que por favor no se fuera, que siguiera… Dudó un breve instante,
pero luego se acercó hasta mi oído para preguntarme si quería jugar un
poco más y le supliqué que sí, así que puso su miembro en la entrada de
mi vagina, pero solo lo restregó, de arriba hacia abajo.
Ya
no aguantaba más, quería más, necesitaba más… Me sentía desesperada,
pero a él parecía gustarle verme así, suplicando que por favor terminase
con ese suplicio y la metiese de una vez… Ya sentía hasta vergüenza de
ver como jugueteaba conmigo, necesitaba que me quitase la calentura,
pero él seguía haciéndose de rogar…
Por
fin, se dignó a penetrarme cuando me había ido por tercera vez, al
principio dolió bastante, supongo que entre otras cosas por el tamaño;
pero, después de cierto tiempo, el dolor se convirtió en gozo… Iba a un
ritmo rápido y embestía con una fuerza que haría temblar a cualquiera,
además me estaba dando la impresión de que estaba llegando hasta el
fondo; pero no lo podía evitar y, entre lágrima y lágrima, solicitaba
más y más… En una de las veces que se detuvo observé algo de sangre en
el sofá: había estropeado la tapicería de un sofá blanco inmaculado,
pero en aquel momento no me importó demasiado y mucho menos cuando puso
mis piernas sobre sus hombros para penetrarme más profundamente. Me
sentía en la gloria y la verdad es que, de lo agotada que estaba, ni
mucho me movía: bastante me costaba ya respirar…
Él
se vistió y se fue sin asegurarme que nos volviéramos a ver, pero, en
el caso de que no fuera así, espero que las marcas en su espalda le
durasen toda la vida para que no se pudiese olvidar de mí…