jueves, 17 de mayo de 2012

Aquella fiesta...

Nos habíamos conocido ese mismo día. Nos presentó un amigo en común, el que había organizado aquella fiesta, para ser más precisos. Había sido una tarde la mar de interesante, principalmente por su compañía, dado que los chicos como él no manan de los árboles: un chico rebosante de conocimientos y sediento de sabiduría, servicial, atento, alegre… ¿Cuántos chicos como él hay en el mundo? Diría que muy pocos, por no decir que casi ninguno…
En fin, tras la exquisita velada a su lado y al lado del resto de acompañantes, me despedí con la mejor de mis sonrisas y me dispuse a buscar un taxi para regresar a mi humilde casa. Él me alcanzó en el camino, al parecer también se tenía que ir ya, así que me preguntó si tenía coche y, ante mi negativa, se ofreció para llevarme, puesto que mi casa le quedaba de camino a la suya.
Vivíamos bastante lejos del lugar donde había transcurrido la salida, así que nos esperaba un largo trayecto, pero bueno, tampoco nos podíamos estar quejando: es lo que tiene vivir en la ciudad y no en aquel tranquilo y acogedor pueblo en el que nos encontrábamos ahora mismo…
El coche no se hallaba muy lejos de donde estábamos, pues lleguemos hasta donde estaba estacionado en escasos minutos. Su oscuro color, negro como la noche, le otorgaba el don de pasar desapercibido y los cristales traseros tintados le daban un toque de intimidad agradable. Me senté en el asiento del copiloto y me abroché el cinturón de seguridad, él se puso el suyo y rápidamente arrancó el coche, emprendiendo el rumbo a la “gran ciudad”.
Íbamos en completo silencio, yo soy de las que piensan que eso se debe principalmente a que la radio en funcionamiento, al igual que el televisor, resta comunicación; pero, me gustaba compartir ese silencio junto a él y sentir a su lado la velocidad de vértigo a la que estábamos sometidos. Llevaba una mano en el volante y la otra en la palanca de cambios y me resultaba fascinante la rapidez con la que cambiaba de una marcha a otra al ritmo de la canción de Linkin Park que sonaba de fondo…
Las luces de las farolas que iluminaban la autopista, más que luces independientes, parecían una hilera interminable de luz. Todo parecía en calma, sereno, excepto por la música. Volví a mirar a Álex, que es como se llamaba el chico, y me fijé en su rostro: rebozaba confianza en sí mismo, sus labios esbozaban una ligera sonrisa serena y su mirada, perdida en la carretera, parecía apacible. De repente, me miró fijamente transmitiéndome una duda, mas no se atrevió a decir nada ni yo tampoco a preguntarle.
Al cabo de un rato me volvió a mirar con una mirada más segura, una mirada que te decía que era lo que no se había atrevido a decirte, una mirada profunda que no solo te hablaba, sino que también te desnudaba… Nunca había sentido una mirada así, probablemente se debía a que aún era virgen y la única relación de pareja que había experimentado solo había durado un mes, dado que resultemos ser muy poco compatibles, por no decir completamente incompatibles… Su mirada recorrió todo mi cuerpo, haciéndome temer por mi vida, pues ni había disminuido la velocidad ni miraba la carretera; pero, al mismo tiempo, me gustaba… mucho… tal vez demasiado, pues me atrevería a decir que hasta me excitaba… Abrió la boca como para decir algo, pero solo dio un leve suspiro y volvió a mirar atentamente a la carretera…
Tras un largo e incómodo transcurso de quince minutos de duración, volvimos a quedar en completo silencio y, esta vez, absoluto, ya que en algún momento dado apagó la radio… Me vi forzada a interrumpir ese atronador silencio y la incomodidad que se respiraba en el ambiente, pues el desvío para ir hacia mi casa estaba en la próxima salida y tenía que decírselo… Disminuyó de velocidad velozmente, pero con un control admirable, que supongo que formaba parte de su seguridad al volante, y giró en el siguiente desvío a mano, tal y como yo le había indicado, para después de unas cuantas indicaciones más, encontrarnos con el coche estacionado frente a la puerta de mi casa. Bajé del vehículo y el chico me acompañó hasta la puerta de mi casa. Le invité a pasar dentro a tomarse un té caliente y, aunque en un primer momento se negó, al final decidió entrar.
Hablamos largo y tendido hasta las tres de la madrugada de todo tema de conversación imaginable: desde algo tan simple como lo es el viento, hasta las construcciones greco-románicas. Al llegar esa hora decidió que era demasiado tarde para estar molestándome con su presencia y sus, según él, “aburridos” temas de conversación a esas horas de la noche. ¡Qué equivocado estaba! En fin, le acompañé a la puerta para despedirnos y, justo en el momento en el que se disponía a cerrar la puerta, me abalancé sobre él y le besé. No hubo ningún rechazo ni respuesta negativa a mis actos, es más, entró conmigo  agarrada a su cintura y cerró tras de sí la puerta.
Nos precipitemos sobre el sofá de la entrada sin pensarlo siquiera dos veces. La ropa voló por los aires y cayó esparcida por todas partes: parecía una tienda de ropa en época de rebajas… Nos quedamos en ropa interior mirándonos en silencio, sobraban las palabras: nuestras miradas lo decían todo. Él estaba encima y me miraba con cara de alucinación, como si no se esperase nada de lo que había ocurrido; pero, cuando parecía que se le habían aclarado ya las ideas, comenzó a bajar lentamente… Con cara de picardía, hizo una leve parada para morderme un pezón a través del sujetador y luego continuó bajando hasta llegar a la altura de mi clítoris. Se detuvo ahí y con delicadeza me tomó por la cintura y la elevó formando un ángulo de noventa grados con los brazos. Me miró y me dijo “¿Sabías que me encanta la fruta? Sobre todo el melocotón”. Le observé  extasiada mientras veía como él lamía, mordisqueaba y succionaba en mis partes íntimas, que aún conservaban la tanga puesta, aunque, sinceramente, dudo que siguiera ahí mucho más tiempo, dado que una mano se acaba de colar por debajo…
El tanga voló por los aires, pero él ni se inmutó, ni dejó que le prestase demasiada atención a ese ínfimo detalle, más bien se concentró en que me centrase en lo que me estaba haciendo… No sé cuánto tiempo estuvo así, solo sé que sentía espasmos y pequeñas convulsiones por todo el cuerpo y que luego llegó mi primer orgasmo… Lloré y lloré sin parar de la satisfacción que me estaba produciendo, hasta que él intentó abandonar el sofá, le detuve rápidamente y le dije, bueno, más bien le imploré que por favor no se fuera, que siguiera… Dudó un breve instante, pero luego se acercó hasta mi oído para preguntarme si quería jugar un poco más y le supliqué que sí, así que puso su miembro en la entrada de mi vagina, pero solo lo restregó, de arriba hacia abajo.
Ya no aguantaba más, quería más, necesitaba más… Me sentía desesperada, pero a él parecía gustarle verme así, suplicando que por favor terminase con ese suplicio y la metiese de una vez… Ya sentía hasta vergüenza de ver como jugueteaba conmigo, necesitaba que me quitase la calentura, pero él seguía haciéndose de rogar…
Por fin, se dignó a penetrarme cuando me había ido por tercera vez, al principio dolió bastante, supongo que entre otras cosas por el tamaño; pero, después de cierto tiempo, el dolor se convirtió en gozo… Iba a un ritmo rápido y embestía con una fuerza que haría temblar a cualquiera, además me estaba dando la impresión de que estaba llegando hasta el fondo; pero no lo podía evitar y, entre lágrima y lágrima, solicitaba más y más… En una de las veces que se detuvo observé algo de sangre en el sofá: había estropeado la tapicería de un sofá blanco inmaculado, pero en aquel momento no me importó demasiado y mucho menos cuando puso mis piernas sobre sus hombros para penetrarme más profundamente. Me sentía en la gloria y la verdad es que, de lo agotada que estaba, ni mucho me movía: bastante me costaba ya respirar…
Él se vistió y se fue sin asegurarme que nos volviéramos a ver, pero, en el caso de que no fuera así, espero que las marcas en su espalda le durasen toda la vida para que no se pudiese olvidar de mí…

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